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miércoles, 14 de enero de 2015

.- MIA PARA POSEER .- CAPITULO 4

CAPITULO 4.-
Furioso, colgó el teléfono y se obligó a reprimirse para no terminar por
estrellarlo contra la pared.
El lobo estaba tanto o más enfadado que él y se agitaba en su interior,
al tiempo que arañaba en un intento porque lo dejara salir.
—Mierda.
Se frotó los ojos y apoyó ambas manos encima del escritorio de su
improvisado despacho mientras sentía como la sangre le bullía
descontrolada en las venas. Entonces, les echó un vistazo y se percató de
que las garras comenzaban a asomar a través de la piel, por lo que tuvo que
obligarse a abrazar la calma.
Aquella jodida llamada telefónica acababa de trastocar por completo
sus planes para esa misma tarde. ¡Joder!
Apretó los dientes hasta hacerlos rechinar e intentó no pensar en _____
sola, en mitad del bosque, esperando por él. Porque sabía que iría y, aunque
pudiera sonar muy presuntuoso por su parte, rara vez se equivocaba. Y él
se había jugado sus propias pelotas a que ella acudiría. Las había puesto
sobre la mesa a sabiendas de que estarían a salvo porque, sencillamente,
jamás perdía una apuesta.
Se pondría hecha una verdadera furia a causa del plantón, pensó. Y en
el caso de que regresara al día siguiente, lo más probable es que fuera para
castrarlo o algo peor.
Sonrió al recordar sus insultos. Ah, la gatita tenía mucho genio y no
dudaba en sacar las uñas a la menor provocación. Y eso le ponía. Mucho.
Con resignación, sacó la cazadora del armario, desechó la opción de la
moto y optó por coger las llaves del Subaru Tribeca del llavero de pared
que estaba al lado de la entrada del apartamento que había alquilado.
No le gustaba ni una pizca, pero ____ no tendría más remedio que
esperar veinticuatro horas más.

Ir al bosque había supuesto para ella un esfuerzo casi titánico. De hecho,
anduvo y desanduvo camino en infinidad de ocasiones. Tantas que era
imposible el cuantificarlas. Y eso después de haber recorrido la localidad
de una punta a la otra, en un fallido intento por evitar el lugar en el que se
encontraba en ese momento.
Pero allí estaba. Sudorosa por la carrera que se había tenido que pegar,
al pensar que llegaría tarde, y enferma de los nervios porque el tiempo
pasaba y él no aparecía.
No era sencillo echarse un pulso consigo misma. Ahora lo sabía.
Resultó ser como si su persona se hubiera desdoblado en dos; una mitad
era la chica buena que jamás había roto una mísera regla, mientras que la
otra resultó ser esa extraña que apenas comenzaba a conocer y a la que
parecía que le ponía a tono todo ese asunto del BDSM.
Oh, sí. Sabía que lo que el desconocido pretendía de ella era
precisamente eso. Había hecho los deberes esa misma mañana, mientras
hacía compañía a su abuela.
Para su bien, o su desgracia, siempre había sido una alumna aplicada
con un gran sentido del deber y una curiosidad voraz. A veces incluso
morbosa, como en aquel caso.
Sentada en la mecedora, había apoyado los talones de los pies en el
borde de la misma y colocado el portátil en su regazo para que Nana no
pudiera ver lo que estaba googleando. ¡Y menuda cantidad de información
había encontrado!
De sumisa saltó a sumisión, de ahí a Doms y dominación, luego a
bondage y diversos tipos de restricciones, sado… Y cuanto más leía, más
abochornada se sentía. Porque la idea de practicar ciertos aspectos del
BDSM le producía sensuales hormigueos en los pechos y entre las piernas.
Sobre todo ahí.
Recordó que se he había sonrojado como una colegiala mientras
observaba la imagen de una voluptuosa mujer, una sumisa más
concretamente, a la que un Dom había atado con lo que parecían metros y
metros de cuerda. Shibari o algo por el estilo se denominaba esa variedad
del bondage que procedía del exótico Japón.
La cuestión era que allí estaba aquella sensual mujer, depiladísima y
con su vagina expuesta por completo ante un atractivo hombre que poseía
una más que impresionante erección. Erección que parecía sobradamente
dispuesto a usar con y en la sumisa. Y luego estaba la sensación que le
producía a ella ver la tensión en el cuerpo femenino, el anhelo en sus
ojos… la expectación y la promesa de una entrega.
Era erótico, sublime, sexy. Cuanto más tiempo miraba aquella imagen
más se preguntaba qué se sentiría al estar indefensa y expuesta ante un
Dom, sabiéndose impotente y a la merced de sus apetitos masculinos.
Hasta casi podía entender por qué el desconocido quería convertirla en
esa especie de rollito de carne.
Había mirado más fotos. En otra, una sumisa tenía las manos a la
espalda, restringidas por lo que parecían unos puños o muñequeras de
cuero, y se mantenía sobre sus rodillas en un, aparentemente, precario
equilibro mientras el Dom la sujetaba con firmeza por las caderas y la
penetraba por…
Oh, Jesús. La tomaba por el culo y su expresión de éxtasis era tal que
no pudo evitar intercambiarse con ella mentalmente por unos segundos y
fantasear acerca de lo que sentiría si su lobo anónimo la follara de ese
modo. ¿Dolería? ¿Podría algo que parecía tan malo sentirse tan bien como
se veía en esa foto?
No entendía el por qué se había excitado al imaginarlo cuando parecía
algo tan depravado y sucio y… carnal.
La temperatura de la habitación parecía haber subido de repente. De
hecho, había tenido que llevarse una mano al rostro y tocarse las mejillas
para comprobar si todo ese calor provenía de ella. Y sí que lo hacía. Su piel
ardía y estaba casi segura de que, además, se había ruborizado de manera
ostensible.
Tuvo que morderse el labio para evitar que se le escapara un gemido
cuando vio la siguiente imagen. En esta, la sumisa yacía boca abajo sobre
las robustas piernas de un Dom. Estaba con el culo al aire, en pompa más
concretamente, y lo tenía tan sonrojado como sus mejillas en ese instante.
Miró al Dom y lo vio con la mano alzada, como si la estuviera
azotando. Entonces, evocó el momento en que él la había castigado y sintió
que mojaba las braguitas de un modo vergonzoso.
Volvió a mirar la fotografía, confundida por haberse excitado con esas
cosas, pero sobre todo abochornada cuando escuchó la voz de su madre en
su cabeza exhortándola a ser una buena chica, como había hecho a lo largo
de toda su vida. Una decente, obediente. Intachable.
—¿Estás bien, nenita?
Tras dar un brinco en la mecedora, enfocó la mirada en su abuela con
una sonrisa culpable. Tan inmersa había estado en aquella búsqueda que
hasta se había olvidado por completo de en dónde y con quién estaba.
—Ehh… Sí.
—Parecías estar muy lejos de aquí. Además, te noto sofocada. ¿De
verdad no te sucede nada?
—Únicamente tengo algo de… calor.
«Sí, concentrado entre los muslos».
Había inspirado profundamente tras bajar la tapa del portátil. Una,
dos, tres veces. Las necesarias para volver a tranquilizarse, para recuperar
el control de su cuerpo y de sus emociones. Aunque sabía que era una
causa perdida, que había perdido toda posibilidad de dominarse a sí misma
en el preciso segundo en que él le había puesto sus garras de lobo encima.
Ahora era un completo desconocido quien estaba a los mandos de su
sexualidad, lo que era aterradoramente… ardiente.
De vuelta al ahora, observó la hora y resopló, enfadada consigo misma
y con él.
—Da igual, no va a aparecer —se dijo mientras le daba una patada a
una de las salientes raíces del árbol en el que se había apoyado—. Ese
capullo cretino se ha burlado de mí. ¡Agh! ¡Maldito mentiroso!
En realidad estaba más allá del enfado, más allá de la rabia. Nunca le
había gustado que jugaran con ella de semejante manera, ni una pizquita, y
en esa ocasión no era diferente.
Había tenido más que suficiente con su ex prometido como para
añadir a la retorcida ecuación de su vida a un lobo dominante que no era
capaz de mantener su palabra, mucho menos de acudir a sus propios retos.
Ah, no, gracias. Con una malísima experiencia le había bastado y hasta
sobrado.
Después de Garrett y sus múltiples, y finalmente confesadas
infidelidades, juró que cerraría el capítulo de los hombres para siempre.
Pero debía de ser tonta de remate, ya que se había dejado enredar de nuevo
por otro. Aunque este era incluso peor que un simple hombre, porque se
trataba de un lobito con ínfulas de… de…
—Gilipollas.
Eso.
—Gilipollas él. Y yo —se riñó—. ¡Y todo por un maldito calentón!
De repente quería llorar, a pesar de que no era capaz de recordar la
última vez que lo había hecho. Es más, ni siquiera había derramado una
triste lágrima cuando descubrió lo que había hecho el panoli su ex, pero en
ese instante sentía tal opresión en el pecho que solo deseaba dar rienda
suelta al llanto.
Tuvo que frotarse los ojos en un intento por aliviar la picazón de las
incipientes lágrimas, porque se negaba a lloriquear por un hombre, o lobo,
o merluzo. ¡O cualquier otro espécimen! Había cubierto su cuota de
disgustos por cortesía del sexo contrario.
—Qué bien, Caperucita —farfulló rezumando amargura—. El lobo
feroz te ha dejado en la estacada, no hay cazador a la vista para consolarte
y, como puntilla, parece que se va a poner a llover de un momento a otro.
Como si el cielo la hubiera escuchado, la lluvia comenzó a caer con
rabiosa intensidad. Entonces, renegando de su mala estrella, se enderezó,
subió la cremallera de la sudadera roja con muy malo humos y se cubrió la
cabeza con la capucha.
Genial, el karma era una zorra y parecía haberla tomado con ella.
Regresaría a casa y ahogaría la rabia con litros y litros de chocolate
caliente que iría directo a sus ya de por sí rotundas caderas.
«A veces las fantasías son sólo eso, ____, fantasías —se recordó—. Y
lo mejor es dejarlas quietecitas en el lugar al que pertenecen».

Miró el reloj de nuevo. ¡Qué fortuna más puta la suya! Ella ya estaría en el
bosque mientras que él seguiría atrapado en aquella mierda durante lo que
restaba de tarde.
Gruñó por lo bajo y quiso darse de cabezazos contra la mesa, la pared,
el suelo y todo lo que se le pusiera por delante.
Debería de estar con ella. Besándola, sometiéndola. Probando ese
bonito y tentador coño y relamiéndose de gusto con la miel de su
excitación mientras la preparaba para acogerlo. En cambio estaba allí,
atrapado sin escapatoria posible.
Trajo a la memoria la manera en que le había ceñido los dedos con las
resbaladizas paredes de su estrecha vagina. Un apretón tan perfecto que le
hacía difícil el esperar con paciencia a que llegara el momento de
enterrarse en ella; profundo, hasta el último jodido centímetro. Porque en
su fuero interno ya casi podía saborear la dulce agonía que resultaría el ser
estrangulado por ese sexo ajustado y caliente, la manera en que cada
penetración les haría ver las estrellas. Pero antes de llegar a ese punto
debería de enseñarle unas cuantas cosillas, por lo que debería armarse de
paciencia y contención.
Incómodo, se revolvió en el asiento, mientras oía sin escuchar lo que
decían a su alrededor, y se llevó la mano a la entrepierna con todo el
disimulo posible. Por suerte, la mesa tapaba lo suficiente como para que
pudiera recolocarse la molesta erección sin que nadie se percatara de lo
que sucedía. Luego suspiró, pellizcándose el puente de la nariz al tiempo
que pensaba en que si no lograba controlar su excitación no le quedaría
más remedio que masturbarse. Pero no quería. Pretendía aguantar hasta que
fuera ella la que se encargara de ese «pequeño» problema. Y le daba igual
que usara sus manos, su boca o sus pechos con tal de que al día siguiente él
tuviera su polla en alguna de esas partes de su cuerpo mientras se corría
como siempre había soñado. Porque ____ era su sueño, su sumisa, su
mujer. Suya para dominar, para jugar, para amar. Y no podía imaginarse
nada mejor en el mundo que derramarse sobre ella o dentro de ella.
Echó una nueva mirada al reloj y contó las horas que restaban hasta
volver a verla.
Puede que la tarde estuviera siendo una mierda eterna, pero mañana
haría que la espera valiera la pena. Para ambos.

Jeremiah se había recostado al lado de su esposa en la enorme cama
matrimonial y la observaba por encima de la montura de sus gafas de leer
con un brillo travieso en la mirada.
Se suponía que debía revisar todo el papeleo que tenía pendiente para
mañana y que en ese momento yacía desparramado sobre su regazo, pero
únicamente tenía ojos para su querida, adorada Maggie.
—No sé si quiero averiguar en qué estás pensando —musitó ella
desde detrás de la novela que estaba leyendo.
—A veces creo que puedes ver a través de los objetos, como
Superman.
Su esposa colocó el marca páginas y cerró el libro con un quedo
suspiro. A continuación, tras depositarlo con calma encima de la mesita de
noche, lo observó a él por el rabillo del ojo con una sonrisa de suficiencia,
mientras arreglaba las sabanas con las que se cubría.
—Años de práctica.
Emitió uno de esos ruiditos de lobo que sabía que a ella tanto le
gustaban y le pasó el brazo por los hombros, atrayéndola con cuidado hacia
la solidez de su pecho. Lo último que quería era causarle un dolor
innecesario, así que se cercioró de que la postura no le resultara incomoda
o le provocara molestias en la cadera.
Maggie apoyó la cabeza con un ronroneo de placer y depositó la mano
sobre su corazón.
—Retumba como el motor del viejo Chevy de Graham cada vez que
intenta ponerlo a setenta por hora —había un leve deje de risa en su voz—.
¿Qué es lo que tanto acelera tu corazón, viejo lobo?
Le sopló un beso a su esposa en la sien antes de quitarse las gafas y
ponerlas sobre los papeles.
—Tú, amorcito. Pero eso ya lo sabes, pequeña descarada.
Posó su gran mano encima de la de ella y entrelazaron los dedos como
habían hecho miles de veces en los últimos catorce años. Entonces, le dio
gracias al destino, a Dios o a quien fuera el causante de haberla puesto en
su camino, porque su esposa había sido un regalo caído del cielo. Uno
tardío, sí, pero por el cual había valido la pena esperar media vida.
—Me gusta escucharlo —musitó ella—. Del mismo modo que me
gusta que me digas lo mucho que me amas.
—Y a mí el hacerlo. —Se llevó los finos dedos a la boca y besó las
yemas una a una—. Más que a nada, Maggie. Más que a nada.
Permanecieron así un largo rato, compartiendo latidos, caricias y
pequeños besos, hasta que ella sacó a colación el estado en que había
regresado _____ aquella misma tarde.
—No sé qué pesaba más en su ánimo; si el enfado o la tristeza. —Sus
iris avellana estaban teñidos de pesadumbre—. Algo debió de ir mal,
porque por la mañana se la veía… bastante entusiasmada. —Alzó el rostro
para mirarlo a los ojos—. ¿Tú no podrías…?
—No —respondió tajante sin dejar que terminara de formular la
pregunta—. Ni se te ocurra pedírmelo siquiera. —La conocía demasiado
bien y sabía lo que pretendía—. Si es un problema entre ellos, que puede
que no lo sea, lo mejor es dejar que lo arreglen solos. A fin de cuentas, los
dos están creciditos y no necesitan de casamenteras.
—Aguafiestas. —Frunció la boca—. Tan sólo quería ayudar.
—Nosotros no las apañamos muy bien sin ayuda, ¿verdad? —Ella
asintió en silencio—. Pues entonces ellos también.
Inclinando la cabeza, buscó los labios de su esposa.
—Y ahora se buena y besa a este pobre y viejo lobo que se consume
de amor por ti.
—Oh, qué poético estás esta noche —gorjeó con una resplandeciente
sonrisa—. Ven aquí, lobito mío. —Lo tomó por las orejas y lo acercó a su
boca—. Todos los besos del mundo son pocos para mi amorcito peludo.

De camino a casa, paró en la floristería a la había tenido la genial idea de
llamar un par de horas antes, cuando cayó en la cuenta de que tal vez iba a
necesitar un poco de persuasión para hacerse perdonar por el obligado,
pero nunca deseado, plantón de esa tarde.
Le daba igual que para ello hubiera tenido que desviarse treinta
kilómetros de la ruta o desembolsar diez veces más del valor real de lo que
había encargado para _____. Incremento sobre el precio que cubría el
soborno que le había ofrecido a la propietaria del establecimiento para que
lo mantuviera abierto hasta que él pudiera acercarse al lugar.
Todo por y para la mujer que le había robado el sueño. Porque estaba
claro que había mujeres por las que valía la pena quedarse sin un centavo
en el bolsillo y _____ era una de ellas. La clase de fémina que se merecía lo
mejor de lo mejor, no sólo material sino también afectivamente hablando.
Y él pretendía ser el lobo que se lo diera todo.

Eran casi las once de la noche cuando sonó el timbre de la puerta.
_____ salió de la cama de un salto, se puso el ligero quimono y abrió la
puerta del dormitorio para encontrarse con que Jeremiah también había
salido del suyo y se dirigía a la entrada para averiguar quién demonios les
molestaba a esas horas tan intempestivas.
—No te preocupes, ya voy yo —le aseguró—. Tú regresa con Nana.
—¿Segura?
—Sí. Además, ¿qué puede pasar? ¿Qué me coma el lobo feroz? —se
rió de su propio mal chiste.
La voz de la abuela preguntando quién había tocado el timbre les llegó
alta y clara desde el otro extremo del pasillo.
—Ahora mismo pienso averiguarlo —respondió elevando un poco el
volumen para que pudiera oírla.
Mientras caminaba hacia la entrada, se ató el cinturón con un nudo
simple y bostezó sin tomarse la molestia de taparse la boca.
La actividad física y el posterior cabreo de aquella tarde la habían
dejado agotada, tanto física como anímicamente, y ni todas las tazas de
chocolate caliente del mundo habrían servido para cambiar ese estado. Lo
había intentado, en serio, pero al terminar la cuarta se rindió. Porque el
único poder que tenía sobre ella el chocolate era el de agregar centímetros
de más a sus ya de por sí excesivas y rotundas curvas. Aparte de
amodorrarla por sobredosis de alimentación.
Tenía en los labios la frase perfecta de «bienvenida» para el
desaprensivo que había timbrado cuando tuvo que tragársela con kétchup
porque, para su consternación, al abrir la puerta descubrió que no había
nadie. —Esto es el colmo —barbotó tras parpadear contrariada.
Asomó la cabeza y miró a un lado y otro sin encontrar el más leve
indicio de presencia de algún tipo. Entonces, justo cuando iba a cerrar y
regresar a la cama, dejó caer la mirada al suelo y allí, encima del felpudo,
se encontró dos preciosas rosas, una azul y otra roja, atadas con un fino
lazo plateado al cual estaba engarzado una tarjeta.
Se agachó a recoger el inesperado obsequio, abrió la nota y procedió a
leerla para averiguar quién era el destinatario de las flores mientras se
incorporaba de nuevo. Al momento su corazón trastrabilló, perdiendo el
ritmo constante de sus latidos, y luego efectuó un triple salto mortal que
casi logra hacerla caer de bruces contra el felpudo de la entrada.
Y entonces, sin saber muy bien por qué, gritó.
—¿Qué ha pasado? —tronó Jeremiah en el preciso instante en que
apareció por la puerta con las garras a la vista y la lobuna dentadura
brillando amenazadora—. ¿Te han hecho algo, nenita?
Tan sólo pudo negar con la cabeza mientras sostenía las rosas contra
su agitado pecho con una mano y se llevaba la otra a la garganta.
Jeremiah deslizó los ojos de su rostro a las flores, para luego regresar
al rostro y dedicarle una mirada reprobatoria al tiempo que la reñía por
haberles dado un susto de muerte a él y a su abuela.
—¿Se la comió el lobo feroz? —preguntó Nana desde el dormitorio.
—No, querida —gritó él por encima del hombro.
—Oh, lastima —fue la pasmosa respuesta de la abuela.
—¿Vinieron caminando solas o había un Romeo con ellas? —la
interrogó Jeremiah al tiempo que replegaba las garras y volvía a adquirir
su dentadura normal.
—No había nadie. Las dejaron con una nota.
—Para ti, supongo —arqueó una ceja y cerró la puerta de un empujón.
—S-sí.
—Bien, pero para la próxima… intenta chillar un poco más bajito. Ya
casi había convencido a Maggie para…
Levantó la mano y lo frenó antes de que soltara por esa boca algo
acerca de lo cual no era menester que ella tuviera conocimiento.
—Permíteme permanecer en la ignorancia —rogó.
—Oh… Ah, entiendo.
Tosió con el puño delante de la boca en un intento por ocultar la
sonrisita que acababa de esbozar, pero se le notaba igual en las arruguitas
de los ojos y el brillo azulado de estos.
Tuvo que controlarse para no poner la mirada en blanco. Aquel par era
peor que una pareja de adolescentes con exceso de hormonas. Con o sin
cadera rota. ¡Ugh!
Se despidió y corrió a la habitación de invitados, que a todos los
efectos era la suya durante el tiempo que quisiera quedarse en aquella casa.
Una vez cerró la puerta, apoyó la espalda en ella y volvió a mirar
aquel par de preciosidades mientras se preguntaba si la elección de colores
era una casualidad o si cabía alguna posibilidad de que él supiera que eran
sus favoritos. Y si ese era el caso, ¿cómo lo había averiguado? Porque
nadie en Woodtoken tenía acceso a esa información a excepción de… No,
todo eso no podía ser cosa de Nana y Jeremiah. Era demasiado
rocambolesco el suponer siquiera que estaba siendo acechada por un lobo,
al que parecía pirrarle el BDSM, con el beneplácito de su abuela y su
marido. Simplemente sería demasiado, incluso tratándose de ellos.
Con cuidado, depositó el presente en la cama y se desembarazó del
quimono, que terminó tirado de cualquier manera en el suelo.
—Vaya —musitó sin poder creerse todavía que él hubiera tenido un
gesto tan «considerado». Porque calificarlo como romántico, cuando el
único interés que parecía tener en ella era el de llevársela a la cama,
resultaba quizá un poquito optimista. Aunque en el fondo aquel detalle era
romántico, qué caray.
Volvió a coger las rosas y las acunó en la palma de la mano. Con un
suspiro, acercó la nariz a los aterciopelados pétalos azules y rojos y aspiró
su aroma sutil pero embriagador hasta que se sintió medio borracha. Luego
se tumbó en el colchón, desató el lacito al que habían engarzado la nota y
apoyó las flores en su pecho al tiempo que desdoblaba de nuevo la tarjeta y
observaba los trazos desenfadados, masculinos y extrañamente familiares
con que estaba escrito el mensaje.
—Ir o no ir —dijo muy bajito empezando a darle vueltas en la mano
—, he ahí el dilema.
La releyó una y otra vez, incapaz de tomar una decisión cabal. Porque
su cuerpo le decía «sí» mientras que su mente le gritaba «no». Y ella
siempre había hecho caso a su cabeza, porque era una mujer cerebral y
analítica. Al fin y al cabo, su vida eran las matemáticas. Un mundo que
adoraba por su lógica, lo que se contraponía de lleno a todo lo que él le
hacía sentir. Porque allí donde su vida siempre había sido orden y método,
él había implantado el caos y la confusión con su súbita e inesperada
aparición.

«Dicen las leyendas no tan urbanas, que tenemos grandes bocas para
comér(sela) mejor a Caperucita. Y yo no soy una excepción, mi pequeña
sumisa. Un imprevisto de fuerza mayor impidió que pudiera acudir a nuestra cita, así que perdona a tu lobo y acepta este presente como disculpa.
Posdata: Si quieres comprobar si la leyenda es real, ven mañana. Misma
hora, mismo lugar».


¿Cómo podía una mujer resistirse a un reto semejante?

HOLA!!! BUENO AQUI ESTA EL SIGUIENTE CAPS .. ESPERO Y LES ESTE GUSTANDO LA NOVE ... ES SUPER BUENA ... BUENO YA SABEN 4 O MAS Y AGREGO MAÑANA SINO NO ... ADIOS :))

6 comentarios:

  1. Obvioi q la nove es buenaa oi me encanta enserio es genial asique sube. Prontoo , y el capitulo. Me encantoooi. Muy buenooo aunque que mal por la pobre rayita jajaja se ha quedado plantadaaa pero buenoo ya veremos como seran sus disculpas cuando lo vea por q creo que ira denuevo jajajwja , sube prontoo , byee cuidateeeee muchoo adios.

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  2. Esta hermosaaa!!
    Me encantaaa.. Virgii gracias por compartirla cono nosotras :P

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  3. Asiiii que vaya que vaya Jajajajajajajaja

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  4. Buenisimaaaaaa virgi me encanto ese Tom es un picaron jajaja, y (Tn) se hace la fuerte pero le gusta las cosas ps jajaja es una picara también jejeje, disculpa x no haber comentado ayer virgi pero tenia mucha tarea pero ya esta aquí mi comentario, espero le próximo cap!!!

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