CAPITULO 4.-
Furioso, colgó el
teléfono y se obligó a reprimirse para no terminar por
estrellarlo contra la
pared.
El lobo estaba tanto o
más enfadado que él y se agitaba en su interior,
al tiempo que arañaba en
un intento porque lo dejara salir.
—Mierda.
Se frotó los ojos y apoyó
ambas manos encima del escritorio de su
improvisado despacho
mientras sentía como la sangre le bullía
descontrolada en las
venas. Entonces, les echó un vistazo y se percató de
que las garras comenzaban
a asomar a través de la piel, por lo que tuvo que
obligarse a abrazar la
calma.
Aquella jodida llamada
telefónica acababa de trastocar por completo
sus planes para esa misma
tarde. ¡Joder!
Apretó los dientes hasta
hacerlos rechinar e intentó no pensar en _____
sola, en mitad del
bosque, esperando por él. Porque sabía que iría y, aunque
pudiera sonar muy
presuntuoso por su parte, rara vez se equivocaba. Y él
se había jugado sus
propias pelotas a que ella acudiría. Las había puesto
sobre la mesa a sabiendas
de que estarían a salvo porque, sencillamente,
jamás perdía una apuesta.
Se pondría hecha una
verdadera furia a causa del plantón, pensó. Y en
el caso de que regresara
al día siguiente, lo más probable es que fuera para
castrarlo o algo peor.
Sonrió al recordar sus
insultos. Ah, la gatita tenía mucho genio y no
dudaba en sacar las uñas
a la menor provocación. Y eso le ponía. Mucho.
Con resignación, sacó la
cazadora del armario, desechó la opción de la
moto y optó por coger las
llaves del Subaru Tribeca del
llavero de pared
que estaba al lado de la entrada
del apartamento que había alquilado.
No le gustaba ni una
pizca, pero ____ no tendría más remedio que
esperar veinticuatro
horas más.
Ir al bosque había
supuesto para ella un esfuerzo casi titánico. De hecho,
anduvo y desanduvo camino
en infinidad de ocasiones. Tantas que era
imposible el
cuantificarlas. Y eso después de haber recorrido la localidad
de una punta a la otra,
en un fallido intento por evitar el lugar en el que se
encontraba en ese
momento.
Pero allí estaba.
Sudorosa por la carrera que se había tenido que pegar,
al pensar que llegaría
tarde, y enferma de los nervios porque el tiempo
pasaba y él no aparecía.
No era sencillo echarse
un pulso consigo misma. Ahora lo sabía.
Resultó ser como si su
persona se hubiera desdoblado en dos; una mitad
era la chica buena que
jamás había roto una mísera regla, mientras que la
otra resultó ser esa
extraña que apenas comenzaba a conocer y a la que
parecía que le ponía a
tono todo ese asunto del BDSM.
Oh, sí. Sabía que lo que
el desconocido pretendía de ella era
precisamente eso. Había
hecho los deberes esa misma mañana, mientras
hacía compañía a su
abuela.
Para su bien, o su
desgracia, siempre había sido una alumna aplicada
con un gran sentido del
deber y una curiosidad voraz. A veces incluso
morbosa, como en aquel
caso.
Sentada en la mecedora,
había apoyado los talones de los pies en el
borde de la misma y
colocado el portátil en su regazo para que Nana no
pudiera ver lo que estaba
googleando. ¡Y menuda cantidad de información
había encontrado!
De sumisa saltó a
sumisión, de ahí a Doms y dominación, luego a
bondage y diversos tipos
de restricciones, sado… Y cuanto más leía, más
abochornada se sentía.
Porque la idea de practicar ciertos aspectos del
BDSM le producía
sensuales hormigueos en los pechos y entre las piernas.
Sobre todo ahí.
Recordó que se he había
sonrojado como una colegiala mientras
observaba la imagen de
una voluptuosa mujer, una sumisa más
concretamente, a la que
un Dom había atado con lo que parecían metros y
metros de cuerda. Shibari
o
algo por el estilo se denominaba esa variedad
del bondage que procedía
del exótico Japón.
La cuestión era que allí
estaba aquella sensual mujer, depiladísima y
con su vagina expuesta
por completo ante un atractivo hombre que poseía
una más que impresionante
erección. Erección que parecía sobradamente
dispuesto a usar con y en
la sumisa. Y luego estaba la sensación que le
producía a ella ver la
tensión en el cuerpo femenino, el anhelo en sus
ojos… la expectación y la
promesa de una entrega.
Era erótico, sublime,
sexy. Cuanto más tiempo miraba aquella imagen
más se preguntaba qué se
sentiría al estar indefensa y expuesta ante un
Dom, sabiéndose impotente
y a la merced de sus apetitos masculinos.
Hasta casi podía entender
por qué el desconocido quería convertirla en
esa especie de rollito de
carne.
Había mirado más fotos.
En otra, una sumisa tenía las manos a la
espalda, restringidas por
lo que parecían unos puños o muñequeras de
cuero, y se mantenía
sobre sus rodillas en un, aparentemente, precario
equilibro mientras el Dom
la sujetaba con firmeza por las caderas y la
penetraba por…
Oh, Jesús. La tomaba por
el culo y su expresión de éxtasis era tal que
no pudo evitar
intercambiarse con ella mentalmente por unos segundos y
fantasear acerca de lo
que sentiría si su lobo anónimo la follara de ese
modo. ¿Dolería? ¿Podría
algo que parecía tan malo sentirse tan bien como
se veía en esa foto?
No entendía el por qué se
había excitado al imaginarlo cuando parecía
algo tan depravado y
sucio y… carnal.
La temperatura de la habitación
parecía haber subido de repente. De
hecho, había tenido que
llevarse una mano al rostro y tocarse las mejillas
para comprobar si todo
ese calor provenía de ella. Y sí que lo hacía. Su piel
ardía y estaba casi
segura de que, además, se había ruborizado de manera
ostensible.
Tuvo que morderse el
labio para evitar que se le escapara un gemido
cuando vio la siguiente
imagen. En esta, la sumisa yacía boca abajo sobre
las robustas piernas de
un Dom. Estaba con el culo al aire, en pompa más
concretamente, y lo tenía
tan sonrojado como sus mejillas en ese instante.
Miró al Dom y lo vio con
la mano alzada, como si la estuviera
azotando. Entonces, evocó
el momento en que él la había castigado y sintió
que mojaba las braguitas
de un modo vergonzoso.
Volvió a mirar la
fotografía, confundida por haberse excitado con esas
cosas, pero sobre todo
abochornada cuando escuchó la voz de su madre en
su cabeza exhortándola a
ser una buena chica, como había hecho a lo largo
de toda su vida. Una
decente, obediente. Intachable.
—¿Estás bien, nenita?
Tras dar un brinco en la
mecedora, enfocó la mirada en su abuela con
una sonrisa culpable. Tan
inmersa había estado en aquella búsqueda que
hasta se había olvidado
por completo de en dónde y con quién estaba.
—Ehh… Sí.
—Parecías estar muy lejos
de aquí. Además, te noto sofocada. ¿De
verdad no te sucede nada?
—Únicamente tengo algo
de… calor.
«Sí, concentrado entre
los muslos».
Había inspirado
profundamente tras bajar la tapa del portátil. Una,
dos, tres veces. Las
necesarias para volver a tranquilizarse, para recuperar
el control de su cuerpo y
de sus emociones. Aunque sabía que era una
causa perdida, que había
perdido toda posibilidad de dominarse a sí misma
en el preciso segundo en
que él le había puesto sus garras de lobo encima.
Ahora era un completo
desconocido quien estaba a los mandos de su
sexualidad, lo que era
aterradoramente… ardiente.
De vuelta al ahora,
observó la hora y resopló, enfadada consigo misma
y con él.
—Da igual, no va a
aparecer —se dijo mientras le daba una patada a
una de las salientes
raíces del árbol en el que se había apoyado—. Ese
capullo cretino se ha
burlado de mí. ¡Agh! ¡Maldito mentiroso!
En realidad estaba más
allá del enfado, más allá de la rabia. Nunca le
había gustado que jugaran
con ella de semejante manera, ni una pizquita, y
en esa ocasión no era
diferente.
Había tenido más que
suficiente con su ex prometido como para
añadir a la retorcida
ecuación de su vida a un lobo dominante que no era
capaz de mantener su
palabra, mucho menos de acudir a sus propios retos.
Ah, no, gracias. Con una
malísima experiencia le había bastado y hasta
sobrado.
Después de Garrett y sus
múltiples, y finalmente confesadas
infidelidades, juró que
cerraría el capítulo de los hombres para siempre.
Pero debía de ser tonta de
remate, ya que se había dejado enredar de nuevo
por otro. Aunque este era
incluso peor que un simple hombre, porque se
trataba de un lobito con
ínfulas de… de…
—Gilipollas.
Eso.
—Gilipollas él. Y yo —se
riñó—. ¡Y todo por un maldito calentón!
De repente quería llorar,
a pesar de que no era capaz de recordar la
última vez que lo había
hecho. Es más, ni siquiera había derramado una
triste lágrima cuando
descubrió lo que había hecho el panoli su ex, pero en
ese instante sentía tal
opresión en el pecho que solo deseaba dar rienda
suelta al llanto.
Tuvo que frotarse los
ojos en un intento por aliviar la picazón de las
incipientes lágrimas,
porque se negaba a lloriquear por un hombre, o lobo,
o merluzo. ¡O cualquier
otro espécimen! Había cubierto su cuota de
disgustos por cortesía
del sexo contrario.
—Qué bien, Caperucita
—farfulló rezumando amargura—. El lobo
feroz te ha dejado en la
estacada, no hay cazador a la vista para consolarte
y, como puntilla, parece
que se va a poner a llover de un momento a otro.
Como si el cielo la
hubiera escuchado, la lluvia comenzó a caer con
rabiosa intensidad.
Entonces, renegando de su mala estrella, se enderezó,
subió la cremallera de la
sudadera roja con muy malo humos y se cubrió la
cabeza con la capucha.
Genial, el karma era una
zorra y parecía haberla tomado con ella.
Regresaría a casa y
ahogaría la rabia con litros y litros de chocolate
caliente que iría directo
a sus ya de por sí rotundas caderas.
«A veces las fantasías
son sólo eso, ____, fantasías —se recordó—. Y
lo mejor es dejarlas
quietecitas en el lugar al que pertenecen».
Miró el reloj de nuevo.
¡Qué fortuna más puta la suya! Ella ya estaría en el
bosque mientras que él
seguiría atrapado en aquella mierda durante lo que
restaba de tarde.
Gruñó por lo bajo y quiso
darse de cabezazos contra la mesa, la pared,
el suelo y todo lo que se
le pusiera por delante.
Debería de estar con
ella. Besándola, sometiéndola. Probando ese
bonito y tentador coño y
relamiéndose de gusto con la miel de su
excitación mientras la
preparaba para acogerlo. En cambio estaba allí,
atrapado sin escapatoria
posible.
Trajo a la memoria la
manera en que le había ceñido los dedos con las
resbaladizas paredes de
su estrecha vagina. Un apretón tan perfecto que le
hacía difícil el esperar
con paciencia a que llegara el momento de
enterrarse en ella;
profundo, hasta el último jodido centímetro. Porque en
su fuero interno ya casi
podía saborear la dulce agonía que resultaría el ser
estrangulado por ese sexo
ajustado y caliente, la manera en que cada
penetración les haría ver
las estrellas. Pero antes de llegar a ese punto
debería de enseñarle unas
cuantas cosillas, por lo que debería armarse de
paciencia y contención.
Incómodo, se revolvió en
el asiento, mientras oía sin escuchar lo que
decían a su alrededor, y
se llevó la mano a la entrepierna con todo el
disimulo posible. Por
suerte, la mesa tapaba lo suficiente como para que
pudiera recolocarse la
molesta erección sin que nadie se percatara de lo
que sucedía. Luego
suspiró, pellizcándose el puente de la nariz al tiempo
que pensaba en que si no
lograba controlar su excitación no le quedaría
más remedio que
masturbarse. Pero no quería. Pretendía aguantar hasta que
fuera ella la que se
encargara de ese «pequeño» problema. Y le daba igual
que usara sus manos, su
boca o sus pechos con tal de que al día siguiente él
tuviera su polla en
alguna de esas partes de su cuerpo mientras se corría
como siempre había
soñado. Porque ____ era su sueño, su sumisa, su
mujer. Suya para dominar,
para jugar, para amar. Y no podía imaginarse
nada mejor en el mundo
que derramarse sobre ella o dentro de ella.
Echó una nueva mirada al
reloj y contó las horas que restaban hasta
volver a verla.
Puede que la tarde
estuviera siendo una mierda eterna, pero mañana
haría que la espera
valiera la pena. Para ambos.
Jeremiah se había
recostado al lado de su esposa en la enorme cama
matrimonial y la
observaba por encima de la montura de sus gafas de leer
con un brillo travieso en
la mirada.
Se suponía que debía
revisar todo el papeleo que tenía pendiente para
mañana y que en ese
momento yacía desparramado sobre su regazo, pero
únicamente tenía ojos
para su querida, adorada Maggie.
—No sé si quiero
averiguar en qué estás pensando —musitó ella
desde detrás de la novela
que estaba leyendo.
—A veces creo que puedes
ver a través de los objetos, como
Superman.
Su esposa colocó el marca
páginas y cerró el libro con un quedo
suspiro. A continuación,
tras depositarlo con calma encima de la mesita de
noche, lo observó a él
por el rabillo del ojo con una sonrisa de suficiencia,
mientras arreglaba las
sabanas con las que se cubría.
—Años de práctica.
Emitió uno de esos
ruiditos de lobo que sabía que a ella tanto le
gustaban y le pasó el
brazo por los hombros, atrayéndola con cuidado hacia
la solidez de su pecho.
Lo último que quería era causarle un dolor
innecesario, así que se
cercioró de que la postura no le resultara incomoda
o le provocara molestias
en la cadera.
Maggie apoyó la cabeza
con un ronroneo de placer y depositó la mano
sobre su corazón.
—Retumba como el motor
del viejo Chevy de Graham cada vez que
intenta ponerlo a setenta
por hora —había un leve deje de risa en su voz—.
¿Qué es lo que tanto
acelera tu corazón, viejo lobo?
Le sopló un beso a su
esposa en la sien antes de quitarse las gafas y
ponerlas sobre los
papeles.
—Tú, amorcito. Pero eso
ya lo sabes, pequeña descarada.
Posó su gran mano encima
de la de ella y entrelazaron los dedos como
habían hecho miles de
veces en los últimos catorce años. Entonces, le dio
gracias al destino, a
Dios o a quien fuera el causante de haberla puesto en
su camino, porque su
esposa había sido un regalo caído del cielo. Uno
tardío, sí, pero por el
cual había valido la pena esperar media vida.
—Me gusta escucharlo
—musitó ella—. Del mismo modo que me
gusta que me digas lo
mucho que me amas.
—Y a mí el hacerlo. —Se
llevó los finos dedos a la boca y besó las
yemas una a una—. Más que
a nada, Maggie. Más que a nada.
Permanecieron así un
largo rato, compartiendo latidos, caricias y
pequeños besos, hasta que
ella sacó a colación el estado en que había
regresado _____ aquella
misma tarde.
—No sé qué pesaba más en
su ánimo; si el enfado o la tristeza. —Sus
iris avellana estaban
teñidos de pesadumbre—. Algo debió de ir mal,
porque por la mañana se
la veía… bastante entusiasmada. —Alzó el rostro
para mirarlo a los ojos—.
¿Tú no podrías…?
—No —respondió tajante
sin dejar que terminara de formular la
pregunta—. Ni se te
ocurra pedírmelo siquiera. —La conocía demasiado
bien y sabía lo que
pretendía—. Si es un problema entre ellos, que puede
que no lo sea, lo mejor
es dejar que lo arreglen solos. A fin de cuentas, los
dos están creciditos y no
necesitan de casamenteras.
—Aguafiestas. —Frunció la
boca—. Tan sólo quería ayudar.
—Nosotros no las apañamos
muy bien sin ayuda, ¿verdad? —Ella
asintió en silencio—.
Pues entonces ellos también.
Inclinando la cabeza,
buscó los labios de su esposa.
—Y ahora se buena y besa
a este pobre y viejo lobo que se consume
de amor por ti.
—Oh, qué poético estás
esta noche —gorjeó con una resplandeciente
sonrisa—. Ven aquí,
lobito mío. —Lo tomó por las orejas y lo acercó a su
boca—. Todos los besos
del mundo son pocos para mi amorcito peludo.
De camino a casa, paró en
la floristería a la había tenido la genial idea de
llamar un par de horas
antes, cuando cayó en la cuenta de que tal vez iba a
necesitar un poco de
persuasión para hacerse perdonar por el obligado,
pero nunca deseado,
plantón de esa tarde.
Le daba igual que para
ello hubiera tenido que desviarse treinta
kilómetros de la ruta o
desembolsar diez veces más del valor real de lo que
había encargado para _____.
Incremento sobre el precio que cubría el
soborno que le había
ofrecido a la propietaria del establecimiento para que
lo mantuviera abierto
hasta que él pudiera acercarse al lugar.
Todo por y para la mujer
que le había robado el sueño. Porque estaba
claro que había mujeres
por las que valía la pena quedarse sin un centavo
en el bolsillo y _____
era una de ellas. La clase de fémina que se merecía lo
mejor de lo mejor, no
sólo material sino también afectivamente hablando.
Y él pretendía ser el
lobo que se lo diera todo.
Eran casi las once de la
noche cuando sonó el timbre de la puerta.
_____ salió de la cama de
un salto, se puso el ligero quimono y abrió la
puerta del dormitorio
para encontrarse con que Jeremiah también había
salido del suyo y se
dirigía a la entrada para averiguar quién demonios les
molestaba a esas horas
tan intempestivas.
—No te preocupes, ya voy
yo —le aseguró—. Tú regresa con Nana.
—¿Segura?
—Sí. Además, ¿qué puede
pasar? ¿Qué me coma el lobo feroz? —se
rió de su propio mal
chiste.
La voz de la abuela
preguntando quién había tocado el timbre les llegó
alta y clara desde el
otro extremo del pasillo.
—Ahora mismo pienso
averiguarlo —respondió elevando un poco el
volumen para que pudiera
oírla.
Mientras caminaba hacia
la entrada, se ató el cinturón con un nudo
simple y bostezó sin
tomarse la molestia de taparse la boca.
La actividad física y el
posterior cabreo de aquella tarde la habían
dejado agotada, tanto
física como anímicamente, y ni todas las tazas de
chocolate caliente del
mundo habrían servido para cambiar ese estado. Lo
había intentado, en
serio, pero al terminar la cuarta se rindió. Porque el
único poder que tenía
sobre ella el chocolate era el de agregar centímetros
de más a sus ya de por sí
excesivas y rotundas curvas. Aparte de
amodorrarla por
sobredosis de alimentación.
Tenía en los labios la
frase perfecta de «bienvenida» para el
desaprensivo que había
timbrado cuando tuvo que tragársela con kétchup
porque, para su consternación,
al abrir la puerta descubrió que no había
nadie. —Esto es el colmo
—barbotó tras parpadear contrariada.
Asomó la cabeza y miró a
un lado y otro sin encontrar el más leve
indicio de presencia de
algún tipo. Entonces, justo cuando iba a cerrar y
regresar a la cama, dejó
caer la mirada al suelo y allí, encima del felpudo,
se encontró dos preciosas
rosas, una azul y otra roja, atadas con un fino
lazo plateado al cual
estaba engarzado una tarjeta.
Se agachó a recoger el
inesperado obsequio, abrió la nota y procedió a
leerla para averiguar
quién era el destinatario de las flores mientras se
incorporaba de nuevo. Al
momento su corazón trastrabilló, perdiendo el
ritmo constante de sus
latidos, y luego efectuó un triple salto mortal que
casi logra hacerla caer
de bruces contra el felpudo de la entrada.
Y entonces, sin saber muy
bien por qué, gritó.
—¿Qué ha pasado? —tronó
Jeremiah en el preciso instante en que
apareció por la puerta
con las garras a la vista y la lobuna dentadura
brillando amenazadora—.
¿Te han hecho algo, nenita?
Tan sólo pudo negar con
la cabeza mientras sostenía las rosas contra
su agitado pecho con una
mano y se llevaba la otra a la garganta.
Jeremiah deslizó los ojos
de su rostro a las flores, para luego regresar
al rostro y dedicarle una
mirada reprobatoria al tiempo que la reñía por
haberles dado un susto de
muerte a él y a su abuela.
—¿Se la comió el lobo
feroz? —preguntó Nana desde el dormitorio.
—No, querida —gritó él
por encima del hombro.
—Oh, lastima —fue la
pasmosa respuesta de la abuela.
—¿Vinieron caminando
solas o había un Romeo con ellas? —la
interrogó Jeremiah al
tiempo que replegaba las garras y volvía a adquirir
su dentadura normal.
—No había nadie. Las
dejaron con una nota.
—Para ti, supongo —arqueó
una ceja y cerró la puerta de un empujón.
—S-sí.
—Bien, pero para la
próxima… intenta chillar un poco más bajito. Ya
casi había convencido a
Maggie para…
Levantó la mano y lo
frenó antes de que soltara por esa boca algo
acerca de lo cual no era
menester que ella tuviera conocimiento.
—Permíteme permanecer en
la ignorancia —rogó.
—Oh… Ah, entiendo.
Tosió con el puño delante
de la boca en un intento por ocultar la
sonrisita que acababa de
esbozar, pero se le notaba igual en las arruguitas
de los ojos y el brillo
azulado de estos.
Tuvo que controlarse para
no poner la mirada en blanco. Aquel par era
peor que una pareja de
adolescentes con exceso de hormonas. Con o sin
cadera rota. ¡Ugh!
Se despidió y corrió a la
habitación de invitados, que a todos los
efectos era la suya
durante el tiempo que quisiera quedarse en aquella casa.
Una vez cerró la puerta,
apoyó la espalda en ella y volvió a mirar
aquel par de
preciosidades mientras se preguntaba si la elección de colores
era una casualidad o si
cabía alguna posibilidad de que él supiera que eran
sus favoritos. Y si ese
era el caso, ¿cómo lo había averiguado? Porque
nadie en Woodtoken tenía
acceso a esa información a excepción de… No,
todo eso no podía ser
cosa de Nana y Jeremiah. Era demasiado
rocambolesco el suponer
siquiera que estaba siendo acechada por un lobo,
al que parecía pirrarle
el BDSM, con el beneplácito de su abuela y su
marido. Simplemente sería
demasiado, incluso tratándose de ellos.
Con cuidado, depositó el
presente en la cama y se desembarazó del
quimono, que terminó
tirado de cualquier manera en el suelo.
—Vaya —musitó sin poder
creerse todavía que él hubiera tenido un
gesto tan «considerado».
Porque calificarlo como romántico, cuando el
único interés que parecía
tener en ella era el de llevársela a la cama,
resultaba quizá un
poquito optimista. Aunque en el fondo aquel detalle era
romántico, qué caray.
Volvió a coger las rosas
y las acunó en la palma de la mano. Con un
suspiro, acercó la nariz
a los aterciopelados pétalos azules y rojos y aspiró
su aroma sutil pero
embriagador hasta que se sintió medio borracha. Luego
se tumbó en el colchón,
desató el lacito al que habían engarzado la nota y
apoyó las flores en su
pecho al tiempo que desdoblaba de nuevo la tarjeta y
observaba los trazos
desenfadados, masculinos y extrañamente familiares
con que estaba escrito el
mensaje.
—Ir o no ir —dijo muy
bajito empezando a darle vueltas en la mano
—, he ahí el dilema.
La releyó una y otra vez,
incapaz de tomar una decisión cabal. Porque
su cuerpo le decía «sí»
mientras que su mente le gritaba «no». Y ella
siempre había hecho caso
a su cabeza, porque era una mujer cerebral y
analítica. Al fin y al
cabo, su vida eran las matemáticas. Un mundo que
adoraba por su lógica, lo
que se contraponía de lleno a todo lo que él le
hacía sentir. Porque allí
donde su vida siempre había sido orden y método,
él había implantado el
caos y la confusión con su súbita e inesperada
aparición.
«Dicen
las leyendas no tan urbanas, que tenemos grandes bocas para
comér(sela)
mejor a Caperucita. Y yo no soy una excepción, mi pequeña
sumisa.
Un imprevisto de fuerza mayor impidió que pudiera acudir a nuestra cita, así
que perdona a tu lobo y acepta este presente como disculpa.
Posdata:
Si quieres comprobar si la leyenda es real, ven mañana. Misma
hora,
mismo lugar».
¿Cómo podía una mujer resistirse a un reto semejante?
HOLA!!! BUENO AQUI ESTA EL SIGUIENTE CAPS .. ESPERO Y LES ESTE GUSTANDO LA NOVE ... ES SUPER BUENA ... BUENO YA SABEN 4 O MAS Y AGREGO MAÑANA SINO NO ... ADIOS :))
Obvioi q la nove es buenaa oi me encanta enserio es genial asique sube. Prontoo , y el capitulo. Me encantoooi. Muy buenooo aunque que mal por la pobre rayita jajaja se ha quedado plantadaaa pero buenoo ya veremos como seran sus disculpas cuando lo vea por q creo que ira denuevo jajajwja , sube prontoo , byee cuidateeeee muchoo adios.
ResponderBorrarEsta hermosaaa!!
ResponderBorrarMe encantaaa.. Virgii gracias por compartirla cono nosotras :P
Asiiii que vaya que vaya Jajajajajajajaja
ResponderBorrarSigueeee
ResponderBorrarSubeeeeeeeeeeeeeeee (::
ResponderBorrarBuenisimaaaaaa virgi me encanto ese Tom es un picaron jajaja, y (Tn) se hace la fuerte pero le gusta las cosas ps jajaja es una picara también jejeje, disculpa x no haber comentado ayer virgi pero tenia mucha tarea pero ya esta aquí mi comentario, espero le próximo cap!!!
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