CAPITULO 8.-
Cada tarde
lo sorprendía con un nuevo conjunto de ropa interior.
Si la
anterior le había regalado con la panorámica de sus pechos casi
desbordando
un sujetador azul celeste semi-transparente, que no tapaba
más allá
de sus rosados pezones, ese día había optado por algo diferente.
Salivó
cuando apartó los lados de la sudadera roja y descubrió que
llevaba un
bustier verde mar, que llegaba justo hasta encima del ombligo, y
cuyas
copas aupaban aquel par de bellezas de tal manera que le hacían
desear
frotar la cara contra ellas, bufando y resoplando sobre su piel de
satén.
Después deslizó la mirada por su cuerpo, acariciando cada curva con
los ojos,
y sonrió para sus adentros cuando vio el brevísimo pedazo de tela
que cubría
su pubis y que le decía «ven y hazme trizas». Pura tentación.
De hecho,
tuvo que controlar sus dientes de lobo, que pugnaban por
salir,
mientras su cerebro era bombardeado por carnales imágenes en las
que le
arrancaba la prenda a mordiscos y le separa las piernas para
comérsela.
Así, de pie.
____ buscó
su boca con un sonido impaciente en cuanto le rodeó el
esbelto
cuello y ahuecó la palma contra la nuca.
—Bésame,
Señor.
No podría
haberlo dicho de un modo más sensual.
Observó
sus labios entreabiertos, llenos y brillantes, y la punta de la
rosada
lengua, que se deslizó por el labio inferior en una lujuriosa
invitación
para que penetrara en su húmeda cueva a jugar con ella un ratito.
O mucho
tiempo. Porque a él le encantaba besar y no le importaría hacerlo
durante
horas, al igual que un par de adolescentes cachondos.
—Por
favor, Señor.
—____… —Le
tiró la cabeza hacia atrás e, ignorando su boca, se
abalanzó
sobre el expuesto cuello para chuparlo y morderlo—. Se supone
que soy yo
quien tiene que torturarte, no a la inversa.
—Tortúrame
entonces. —Sus ruiditos eran el colmo del erotismo y
siempre
conseguían que su polla brincara—. Por favor, Señor. Soy tuya
para
torturar. Hazlo, hazlo.
¡Joder!
Que le suplicara de ese modo lo complacía hasta el grado de
ponerlo en
modalidad de acero.
—Te
torturaré como tú quieres, pero más tarde —le prometió a la vez
que le
daba un piquito que ahogó su suspiro de decepción—. Ahora lo haré
a mi
manera.
La
desnudó, la arrastró hacia la mesa y le pidió que extendiera las
muñecas.
Entonces, cuando ella se las ofreció, le puso los puños de cuero,
asegurándose
de que no estaban ceñidos en exceso, y la colocó encima de
la fría
superficie, tirando de su trasero justo hasta el borde.
Ella
respiraba cada vez más rápido, ostensiblemente excitada por la
incertidumbre,
y en el momento en que la empujó para que se tumbara, ella
ahogó un
gritito al tiempo que caía sobre la espalda con un revoloteo de
piernas.
Sin
decirle nada, procedió a sujetarle las manos sobre la cabeza,
depositando
un beso en cada palma antes de enganchar las cadenas a los
puños.
Luego, regresó al otro lado de la mesa y le subió las piernas,
haciéndole
mantener los pies en el borde en una postura abierta que la
dejaba
total y completamente expuesta a sus ojos.
—Voy a ir
a buscar unas cositas al baño —le musitó mientras se
movía por
el lateral de la mesa y deslizaba sus dedos desde el precioso
coño hasta
los voluptuosos pechos—. No te asustes, te prometo que será
visto y no
visto. Te dije que jamás te dejaría sola estando restringida y así
será.
Ella
inspiró y espiró con fuerza un par de veces, antes de asentir en
silencio.
Entonces, fue al bañó y rellenó un cuenco, que había dejado allí
previamente,
con agua caliente. Después depositó en su antebrazo dos
suaves
toallitas y agarró con la mano que le quedaba libre la maquinilla de
afeitar y
el jabón.
—Ya estoy
aquí. —Colocó todo en la superficie de la mesa que
quedaba
libre y la besó en la frente—. Fui rápido, como prometí. ¿Estás
bien?
—S-sí.
—¿Angustia?
—No,
Señor, pero me alegro de tenerte cerca de nuevo.
—Bien.
—«Pequeña, sincera sumisa».
Se aclaró
la garganta al tiempo que mojaba una de las toallitas en el
agua
caliente y la escurría.
—Dime,
gatita, ¿alguna vez te has afeitado ahí abajo?
Antes de
terminar la pregunta ya había colocado la toallita caliente
sobre su
coño.
—¿Completa?
N-no. —Sus pechos ascendieron dos veces con mucha
rapidez—.
Yo… me hago la cera, pero… —sonaba agitada—. Yo no…
no…
Puso las
manos en la cintura y las subió y bajó por los costados varias
veces,
creando una fricción relajante que consiguió que ella se aflojara y
volviera a
respirar con normalidad.
—Confía en
mí. Te gustará. —Deslizó una mano hacia sus pechos y le
rozó los
pezones—. En unos minutos tendrás tu lindo coño desnudo y
entonces
te proporcionaré unas cuantas razones para que lo mantengas así
para
siempre.
—Tendrás
que quitarme esto de los ojos y soltarme, porque no podré
rasurarlo
tal y como estoy.
Elevó las
comisuras de la boca en una ligera sonrisa. Sumisa lista.
Seguía
intentando que cediera en eso, pero por el momento no podía ser.
La
necesitaba privada de la vista, aunque sumamente receptiva a todos los
demás
niveles.
—Tranquila,
lo haré yo.
Caminó
hasta los pies de la mesa y tomó en la mano una de las
correas
que colgaban de los laterales.
—Voy a
atarte, gatita. Así evitaremos accidentes. ¿Entendido?
Ella
asintió en silencio, esbozando una pequeñísima sonrisa nerviosa,
y
permaneció quieta mientras él ajustaba las correas en su estómago y
caderas.
Luego, comprobó que continuaba con las rodillas bien dobladas
hacia
arriba antes de asegurar cada muslo a la correa de la cintura.
Se recreó
en las vistas. ____ estaba preciosa con la pelvis elevada y el
coñito
expuesto. Y se la veía tan encantadoramente indefensa y vulnerable
que le
hacía desear llevarla bajo la piel, bien cerca del corazón, y arrullarla
allí.
—Respira
hondo, relájate —musitó a la vez que le acariciaba el
vientre—.
Pero sobre todo, siente.
Tomó una
silla plegable que estaba apoyada contra la pared y se sentó
justo
delante de sus piernas abiertas. Entonces, retiró el paño y procedió a
extender
el jabón de afeitar sobre el vello púbico hasta crear una ligera
capa de
espuma.
No había
demasiado. Apenas un triangulito coqueto y muy bien
cuidado,
pero él quería esos labios vaginales desnudos, así como el pubis.
Se recreó
extendiendo el jabón por el borde de los pliegues, tocándola
y
frotándola más de lo que era necesario, únicamente por el simple placer
de ver
como temblaba y se retorcía bajo sus caricias.
—Ahora no
te muevas —le advirtió al tiempo que depositaba un beso
en sendas caras
internas de los muslos.
Jamás
hubiera imaginado lo sensual que era que un hombre le afeitara ahí
abajo. Los
sonidos, los olores. Todo. Porque al no poder observar la escena
con los
ojos, se veía forzada a hacerlo con los de la mente y para ello tenía
que
utilizar como referencia lo que sus otros sentidos percibían a su
alrededor.
Él
desprendía un aroma a limpio matizado con leves aires de madera y
hierba,
como si hubiera estado mucho tiempo en el bosque, y su
respiración
lenta y acompasada la serenaba de una manera increíble. La
mesa
debajo de ella absorbía su calor corporal, entibiándose hasta resultar
agradable,
y las correas la mantenían inmovilizada en el sitio, ajustadas
aunque no
molestas.
La espuma
del jabón de afeitar había resultado fría al principio, en
contraste
con su acalorada piel, pero luego pareció arder cuando él
jugueteó
con ella sobre su sexo, enviando corrientes de placer al clítoris.
Sentía y
escuchaba cada pasada de las hojas de la maquinilla de
afeitar
sobre su pubis, así como el chapoteo del agua cada vez que él la
limpiaba o
el tintineo contra el cuenco cuando la sacudía antes de volver a
ponerla
contra su piel, dejándola un poco más desnuda con cada nuevo
deslizamiento.
Estaba
sumergida en un mar sensorial.
Le
sujetaba los labios vaginales con los dedos y se los estiraba con
delicadeza
para poder rasurarla. Y lo hacía con una lentitud y mimo que
convertía
todo el proceso en algo rematadamente erótico y caliente.
Cuando
terminó y la limpió con una toallita humedecida, ronroneó
satisfecha
y le sonrió, ganándose un perezoso lametón que empezó en el
lateral de
la rodilla y terminó casi a las puertas de su sexo.
—Ahora
probemos —dijo él exhalando su aliento cálido sobre los
pliegues.
Ya sólo
aquel simple roce se sintió como multiplicado por cinco, pero
nada,
absolutamente nada, la había preparado para el contacto de su boca.
Chilló
sorprendida cuando los labios cayeron sobre su expuesto sexo y
succionaron
primero un pliegue y luego el otro, con voracidad.
Lo sentía
como nunca. La lengua trazando los pliegues y dibujando
apretados
ochos alrededor del saliente clítoris, la barbilla raspando la
mojada y
desnuda carne de su vagina, los dedos abriéndola y acariciándola
e
invadiéndola. Todas las sensaciones elevadas a la enésima potencia.
Jadeó
cuando le mantuvo los labios abiertos con sus inflexibles dedos
y puso los
labios sobre el henchido botón, chupándolo y succionándolo con
fuerza
hasta que logró hacerlo palpitar como loco. Entonces, lo liberó con
un lubrico
sonido y sopló encima un poquito, antes de volver a la carga.
Soplar,
morder. Soplar, un dedo en la vagina, lamer. Soplar, dos dedos
en la
vagina, chupar. Soplar, dos dedos en la vagina, uno en el culo y…
OhDiosohDiosohDios…
Cada vez
añadía algo más, derritiéndole el cerebro y haciéndole casi
imposible
respirar con un mínimo de normalidad. Piedad, iba a
hiperventilar
de la excitación y el sexo y el culo le ardían como si aquellos
dedos
fueran tizones abrasándola por dentro.
—Por
favor, por favoooorrr.
Las
sensaciones ascendieron en espiral, saltaron chispas por doquier y
entonces…
—Córrete.
La orden
fue directa al núcleo de su placer y la hizo explosionar en
mil
pedazos.
Se
convulsionó entre ruidosos gemidos. Apenas podía moverse, pero
percibía
la fuerza de los temblores que le atravesaban el cuerpo como
relámpagos
mientras él continuaba azotando su clítoris con la lengua y
embistiéndola
con dedos incansables. Y justo cuando parecía que el
orgasmo
iba a llegar a su fin, parpadeó y repuntó en otro más intenso que
la hizo
gritar hasta que ya no pudo más.
Las
piernas le temblaban incontroladamente y podía escuchar el
tintineo
de las cadenas que mantenían sus brazos restringidos a la mesa.
—Eres el
show erótico más jodidamente caliente del mundo.
Quiso
musitar un «gracias», pero ya no tenía voz. Se la había dejado
retransmitiendo
sus dos orgasmos, grito a grito.
—Me parece
que jamás volverá a haber vello en ese coño, ¿me
equivoco?
No, no se
equivocaba.
Se lo hizo
saber con un gesto de cabeza, aunque le costó encontrar
fuerzas
para hacerlo ya que se sentía deliciosa y maravillosamente laxa y
ahíta.
Tanto que enseguida le resultó casi imposible mantenerse despierta,
por lo que
apenas fue consciente de cómo la liberaba y la sentaba sobre la
mesa para
luego rodearla con sus brazos insuflándole calor y calmando sus
temblores.
¿Por qué
se estremecía de esa manera? Su cuerpo parecía gelatina a la
que un
niño daba golpecitos únicamente por el placer de verla bailotear en
un plato.
—Estoy
aquí, apóyate en mí. Es normal. —La besó en la punta de la
nariz—. Me
has complacido mucho, gatita. Ahora relájate y deja que cuide
de ti.
Suspiró,
fundiéndose contra su musculoso torso, mientras pensaba que
tal vez
mañana regresaría, después de todo.
Los días
pasaban y ella se revelaba como la gloriosa sumisa que siempre
había
sabido que moraba en su interior.
Su ____
florecía a cada nueva sesión, más hermosa y ardiente que en
la
anterior. Y sí, de vez en cuando la perdía esa boca y tenía arrancadas de
temperamento,
pero esas situaciones se espaciaban en el tiempo más y más
hasta ser
casi anecdóticas.
Ella
confiaba en él, se abría a él. Dejaba que la dominara sexualmente,
que la
llevara a las cimas del éxtasis, que probara sus juguetes en ella y le
abriera
así nuevos senderos de placer… Le dejaba cuidarla y protegerla
cuando
estaban juntos.
Y habían
hablado. Bastante, de hecho. Porque no todo era sexo entre
ellos
cuando estaban juntos, y él necesitaba que su gatita conociera al
hombre que
había más allá del Dom. Le gustaba que compartieran el uno
con el
otro sus inquietudes, aficiones, anécdotas, ideas, sueños…
Su nexo en
común, las matemáticas, le había servido como trampolín
para poder
saltar a otros temas e incluso le ayudó a que ella se relajara al
principio,
a la hora de iniciar una charla.
A partir
de ahí había resultado mucho más sencillo adentrarse en otro
tipo de
conversaciones, aunque ____ era muy celosa de ciertos aspectos de
su
intimidad y tendía a desviar ciertos temas que consideraba incómodos
hacia
otros derroteros. Y él se lo permitía, al menos por el momento.
Dejaba que
se saliera con la suya en eso, porque era consciente de que ya la
había
presionado a muchos niveles y que a veces era mejor ser paciente
que llevar
a cabo una mala maniobra que llevara todo al traste. Porque ella
era de las
que se cerraba en banda fácilmente.
¿No decían
que la paciencia era una virtud? Pues él estaba de camino
a
convertirse en un Amo muy virtuoso. A pasos agigantados, de hecho.
Había
descubierto que le gustaba bromear con ella y tomarle el pelo,
hacerla
reír hasta las lágrimas. Pero sobre todo le gustaba decirle que algún
día
cambiaría esa insípida sudadera roja con capucha por una capa de
Caperucita
de seda, a juego con un vestuario sexy, y le haría llevar a cabo
el famoso
cuento. Sólo que con un final mucho más… interesante. Y a
pesar de
que ella siempre bufaba y le decía que era un lobo retorcido, sabía
que la
idea le gustaba. Por eso se había encargado de comprarle todo el
vestuario
para cuando llegara el momento, además de un corsé azul
eléctrico
y unos zapatos de aguja a juego que decían «fóllame» y que le
haría usar
ese mismo día.
Cerró los
ojos y fantaseó con ella mientras pensaba en lo preciosa que
estaría
vestida únicamente con eso y su dulce y sexy sonrisa de sumisa, tal
y como
había soñado.
Su polla
saltó dentro de los vaqueros de una manera dolorosa.
Ah, joder…
No podía esperar a que llegara la tarde.
Llevaba
dos días como reemplazo de la profesora que se encargaba de las
clases de
verano y que había tenido que ausentarse por motivos familiares.
Y, al
igual que aquella primera vez años atrás, aquello también había sido
cosa de
Nana.
Resultaba
extraño el volver a pisar aquel instituto tantos años después.
A veces
parecía como si hubieran sido cien en vez de doce.
Cada una
de esas dos mañanas, nada más poner un pie en el edificio,
sentía
como si hubiera viajado atrás en el tiempo y volviera a ser aquella
chica de
veinticinco años. Y cada vez que entraba en el aula de
matemáticas
del último piso, esperaba verlo de nuevo, sentado en la cuarta
fila con
su sonrisa de cachorro arrogante y aquel brillo en sus ojos dorados.
Desde que Nana
le había contado que Tom estaba de vuelta en
Woodtoken,
se había acercado al centro de la localidad en varias ocasiones
para
realizar compras, concretar el asunto de la sustitución con el jefe de
estudios e
ir a la peluquería a arreglarse las puntas. Y ni una vez se había
cruzado
con él.
Se llevó
las manos a las sienes y las masajeó con movimientos
circulares.
Tanto pensar le estaba causando dolor de cabeza y montañas de
confusión.
Porque no quería verlo, pero al mismo tiempo sí quería. ¿Tenía
sentido?
Puede que no. Ni ella misma lograba entenderse. En parte, todo
nacía de
la necesidad de comprobar si su corazón daría un vuelco cuando lo
tuviera
delante, como antes, o si finalmente todo se había apagado,
quedando
relegado al pasado.
Pero lo
peor eran las noches, cuando se veía asaltada por sueños en los
que se
convertía en el queso fundido de un lascivo sándwich formado por
su anónimo
Señor y Tom. Sueños en los que era besada y acariciada por
partida
doble, en los que cada movimiento de un todavía joven Tom era
un reflejo
del que ejecutaba ese lobo desconocido que se había convertido
en su
mentor, Dom, amante, amigo y… Algo más. Algo que se negaba a
admitir,
pero que estaba ahí. Tan claro como los Apalaches.
Aunque el
sueño no era tan agradable como parecía en un principio,
ya que a
medida que los roces se volvían más demandantes y exigentes,
también lo
hacían las palabras que vertían en su oído. Palabras con las que
ambos la
exhortaban a que admitiera la verdad, a que dijera en voz alta a
cuál de
los dos quería. Y mientras lo hacían, ambos aseguraban ser el único
objeto de
sus afectos; y cuando ella se negaba a responder, la presionaban y
presionaban
hasta el punto de que sus voces parecían fundirse en una.
En ese
punto solía despertarse empapada en sudor y con la respiración
atascada
en la garganta, sintiéndose incapaz de volver a pegar ojo en toda
la noche.
Hacía un
rato que había regresado del instituto, y en ese momento
llevaba la
comida al dormitorio de Nana para sentarse a comer con ella y
hacerle
compañía.
No es que
tuviera mucho apetito, pero debía de meter algo de
combustible
sólido dentro del cuerpo si pretendía poder continuar en pie.
Apenas
había ingerido la mitad de su ración cuando sintió un sofoco
debido a
las altas temperaturas que habían convertido a Woodtoken en una
especie de
infierno a lo largo de aquellos últimos tres días.
Sin pensar
en lo que hacía, se abanicó con el cuello de la blusa de lino
sin mangas
que se había puesto por la mañana.
—¡Santo
Dios, nenita!
La
exclamación de su abuela le hizo recordar el por qué se había
puesto
aquella prenda en cuestión. Con un carraspeo, recolocó bien el
cuello de
la blusa y se introdujo el tenedor en la boca, masticando el
bocado con
calma para ganar tiempo.
—No es
nada —aseguró tras tragar la comida y beber un buen trago
de agua
fresca.
—¿Cómo que
no es nada?
Nana
adelantó la mano para apartar la tela y volver a echar un vistazo,
pero ella
se movió hacia atrás, impidiéndoselo.
—Tengo
bastante experiencia con lobos como para saber distinguir
«nada» de
un mordisco.
—Y yo que
pensaba que el único lobo de tu vida había sido Jeremiah.
—Y así es,
pero ese no es el punto aquí. —Le lanzó una mirada de
advertencia
con la que le dejó claro que no le permitiría escurrir el bulto—.
¿Quién
fue?
Se levantó
de golpe y se alejó de la cama mientras protestaba
alegando
que ya era bastante mayorcita para dar explicaciones acerca de su
vida
privada.
—¿Quién, ____
J. Travis?
—Nana, con
todo el respeto, tengo treinta y siete años y me parece
que no es
asunto de nadie quién me muerde. Además —masculló
exasperada—,
¡no es un mordisco!
Bueno, sí
lo era. Más concretamente, un mordisco erótico de cuya
existencia
no se había percatado hasta que se miró en el espejo después de
ducharse.
Y el condenado era tan patente y notorio que no había manera
humana de
disimularlo con maquillaje. O al menos no sin echarse decenas
de capas,
para lo cual no había tenido tiempo esa mañana.
—¿Qué
haces por las tardes, nenita?
—Salir a
correr.
—Lo
preguntaré de otro modo, ¿con quién te ves por las tardes?
—Con
nadie.
—Eres una
pésima mentirosa.
«El
culpable de todo esto te diría lo mismo, desde que me tiene tan
calada».
—Y tú una
abuela cotilla. Adorable, pero cotilla.
—Me
preocupo por ti.
—Lo sé
—bufó—, pero no es necesario.
El
intercambio de palabras fue rápido, como el entrecruzar de las
espadas
durante un duelo.
Nana
suspiró, resignada, y le dijo algo que logró que se tambaleara y
que no le
quedara más remedio que apoyar la mano en la pared para no
caerse.
Porque acababa de sentir como aquella revelación había hecho
temblar la
tierra bajo sus pies.
—Está
bien, pero mi deber es advertirte de lo que ese mordisco
significa.
Porque ese «correr» tuyo te ha marcado.
—¡¿Qué?!
No podía
ser cierto.
—Yo misma
he lucido esa marca en infinidad de ocasiones.
—Por el
amor de Dios, abuela, suéltalo de una vez.
—Has sido
reclamada, nenita.
Oh, Dios
m… Iba a hiperventilar.
HOLA!!! YA MARCARON A LA RAYA O LO QUE ES ... YA LA RECLAMARON ... UIII!!! AHORA QUE PASARA?? YA SABEN 4 O MAS Y AGREGO SINO NO ... HASTA LUEGO :))
*-* ayyy por favor que cucadaaaaa, muero de amorrrr, sigueeeee
ResponderBorrarAyy dios pero que erotico esto jajajaja. Ya la reclamo , osea esto se pone cada ves mejor , sube prontoo bye cuidateeeeee muxhoo
ResponderBorrarSigueeee
ResponderBorrarSigueeeee
ResponderBorrarVirgiii siguelaaa!!
ResponderBorrarEsta buenisimaaa ;)
Buenisimaaaa me encantooo virgi espero los próximos caps!!!
ResponderBorrarSubee please u.u cuidate
ResponderBorrar