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jueves, 22 de enero de 2015

.- MIA PARA POSEER .- CAPITULO 8

CAPITULO 8.-
Cada tarde lo sorprendía con un nuevo conjunto de ropa interior.
Si la anterior le había regalado con la panorámica de sus pechos casi
desbordando un sujetador azul celeste semi-transparente, que no tapaba
más allá de sus rosados pezones, ese día había optado por algo diferente.
Salivó cuando apartó los lados de la sudadera roja y descubrió que
llevaba un bustier verde mar, que llegaba justo hasta encima del ombligo, y
cuyas copas aupaban aquel par de bellezas de tal manera que le hacían
desear frotar la cara contra ellas, bufando y resoplando sobre su piel de
satén. Después deslizó la mirada por su cuerpo, acariciando cada curva con
los ojos, y sonrió para sus adentros cuando vio el brevísimo pedazo de tela
que cubría su pubis y que le decía «ven y hazme trizas». Pura tentación.
De hecho, tuvo que controlar sus dientes de lobo, que pugnaban por
salir, mientras su cerebro era bombardeado por carnales imágenes en las
que le arrancaba la prenda a mordiscos y le separa las piernas para
comérsela. Así, de pie.
____ buscó su boca con un sonido impaciente en cuanto le rodeó el
esbelto cuello y ahuecó la palma contra la nuca.
—Bésame, Señor.
No podría haberlo dicho de un modo más sensual.
Observó sus labios entreabiertos, llenos y brillantes, y la punta de la
rosada lengua, que se deslizó por el labio inferior en una lujuriosa
invitación para que penetrara en su húmeda cueva a jugar con ella un ratito.
O mucho tiempo. Porque a él le encantaba besar y no le importaría hacerlo
durante horas, al igual que un par de adolescentes cachondos.
—Por favor, Señor.
—____… —Le tiró la cabeza hacia atrás e, ignorando su boca, se
abalanzó sobre el expuesto cuello para chuparlo y morderlo—. Se supone
que soy yo quien tiene que torturarte, no a la inversa.
—Tortúrame entonces. —Sus ruiditos eran el colmo del erotismo y
siempre conseguían que su polla brincara—. Por favor, Señor. Soy tuya
para torturar. Hazlo, hazlo.
¡Joder! Que le suplicara de ese modo lo complacía hasta el grado de
ponerlo en modalidad de acero.
—Te torturaré como tú quieres, pero más tarde —le prometió a la vez
que le daba un piquito que ahogó su suspiro de decepción—. Ahora lo haré
a mi manera.
La desnudó, la arrastró hacia la mesa y le pidió que extendiera las
muñecas. Entonces, cuando ella se las ofreció, le puso los puños de cuero,
asegurándose de que no estaban ceñidos en exceso, y la colocó encima de
la fría superficie, tirando de su trasero justo hasta el borde.
Ella respiraba cada vez más rápido, ostensiblemente excitada por la
incertidumbre, y en el momento en que la empujó para que se tumbara, ella
ahogó un gritito al tiempo que caía sobre la espalda con un revoloteo de
piernas.
Sin decirle nada, procedió a sujetarle las manos sobre la cabeza,
depositando un beso en cada palma antes de enganchar las cadenas a los
puños. Luego, regresó al otro lado de la mesa y le subió las piernas,
haciéndole mantener los pies en el borde en una postura abierta que la
dejaba total y completamente expuesta a sus ojos.
—Voy a ir a buscar unas cositas al baño —le musitó mientras se
movía por el lateral de la mesa y deslizaba sus dedos desde el precioso
coño hasta los voluptuosos pechos—. No te asustes, te prometo que será
visto y no visto. Te dije que jamás te dejaría sola estando restringida y así
será.
Ella inspiró y espiró con fuerza un par de veces, antes de asentir en
silencio. Entonces, fue al bañó y rellenó un cuenco, que había dejado allí
previamente, con agua caliente. Después depositó en su antebrazo dos
suaves toallitas y agarró con la mano que le quedaba libre la maquinilla de
afeitar y el jabón.
—Ya estoy aquí. —Colocó todo en la superficie de la mesa que
quedaba libre y la besó en la frente—. Fui rápido, como prometí. ¿Estás
bien?
—S-sí.
—¿Angustia?
—No, Señor, pero me alegro de tenerte cerca de nuevo.
—Bien. —«Pequeña, sincera sumisa».
Se aclaró la garganta al tiempo que mojaba una de las toallitas en el
agua caliente y la escurría.
—Dime, gatita, ¿alguna vez te has afeitado ahí abajo?
Antes de terminar la pregunta ya había colocado la toallita caliente
sobre su coño.
—¿Completa? N-no. —Sus pechos ascendieron dos veces con mucha
rapidez—. Yo… me hago la cera, pero… —sonaba agitada—. Yo no…
no…
Puso las manos en la cintura y las subió y bajó por los costados varias
veces, creando una fricción relajante que consiguió que ella se aflojara y
volviera a respirar con normalidad.
—Confía en mí. Te gustará. —Deslizó una mano hacia sus pechos y le
rozó los pezones—. En unos minutos tendrás tu lindo coño desnudo y
entonces te proporcionaré unas cuantas razones para que lo mantengas así
para siempre.
—Tendrás que quitarme esto de los ojos y soltarme, porque no podré
rasurarlo tal y como estoy.
Elevó las comisuras de la boca en una ligera sonrisa. Sumisa lista.
Seguía intentando que cediera en eso, pero por el momento no podía ser.
La necesitaba privada de la vista, aunque sumamente receptiva a todos los
demás niveles.
—Tranquila, lo haré yo.
Caminó hasta los pies de la mesa y tomó en la mano una de las
correas que colgaban de los laterales.
—Voy a atarte, gatita. Así evitaremos accidentes. ¿Entendido?
Ella asintió en silencio, esbozando una pequeñísima sonrisa nerviosa,
y permaneció quieta mientras él ajustaba las correas en su estómago y
caderas. Luego, comprobó que continuaba con las rodillas bien dobladas
hacia arriba antes de asegurar cada muslo a la correa de la cintura.
Se recreó en las vistas. ____ estaba preciosa con la pelvis elevada y el
coñito expuesto. Y se la veía tan encantadoramente indefensa y vulnerable
que le hacía desear llevarla bajo la piel, bien cerca del corazón, y arrullarla
allí.
—Respira hondo, relájate —musitó a la vez que le acariciaba el
vientre—. Pero sobre todo, siente.
Tomó una silla plegable que estaba apoyada contra la pared y se sentó
justo delante de sus piernas abiertas. Entonces, retiró el paño y procedió a
extender el jabón de afeitar sobre el vello púbico hasta crear una ligera
capa de espuma.
No había demasiado. Apenas un triangulito coqueto y muy bien
cuidado, pero él quería esos labios vaginales desnudos, así como el pubis.
Se recreó extendiendo el jabón por el borde de los pliegues, tocándola
y frotándola más de lo que era necesario, únicamente por el simple placer
de ver como temblaba y se retorcía bajo sus caricias.
—Ahora no te muevas —le advirtió al tiempo que depositaba un beso
en sendas caras internas de los muslos.
Jamás hubiera imaginado lo sensual que era que un hombre le afeitara ahí
abajo. Los sonidos, los olores. Todo. Porque al no poder observar la escena
con los ojos, se veía forzada a hacerlo con los de la mente y para ello tenía
que utilizar como referencia lo que sus otros sentidos percibían a su
alrededor.
Él desprendía un aroma a limpio matizado con leves aires de madera y
hierba, como si hubiera estado mucho tiempo en el bosque, y su
respiración lenta y acompasada la serenaba de una manera increíble. La
mesa debajo de ella absorbía su calor corporal, entibiándose hasta resultar
agradable, y las correas la mantenían inmovilizada en el sitio, ajustadas
aunque no molestas.
La espuma del jabón de afeitar había resultado fría al principio, en
contraste con su acalorada piel, pero luego pareció arder cuando él
jugueteó con ella sobre su sexo, enviando corrientes de placer al clítoris.
Sentía y escuchaba cada pasada de las hojas de la maquinilla de
afeitar sobre su pubis, así como el chapoteo del agua cada vez que él la
limpiaba o el tintineo contra el cuenco cuando la sacudía antes de volver a
ponerla contra su piel, dejándola un poco más desnuda con cada nuevo
deslizamiento.
Estaba sumergida en un mar sensorial.
Le sujetaba los labios vaginales con los dedos y se los estiraba con
delicadeza para poder rasurarla. Y lo hacía con una lentitud y mimo que
convertía todo el proceso en algo rematadamente erótico y caliente.
Cuando terminó y la limpió con una toallita humedecida, ronroneó
satisfecha y le sonrió, ganándose un perezoso lametón que empezó en el
lateral de la rodilla y terminó casi a las puertas de su sexo.
—Ahora probemos —dijo él exhalando su aliento cálido sobre los
pliegues.
Ya sólo aquel simple roce se sintió como multiplicado por cinco, pero
nada, absolutamente nada, la había preparado para el contacto de su boca.
Chilló sorprendida cuando los labios cayeron sobre su expuesto sexo y
succionaron primero un pliegue y luego el otro, con voracidad.
Lo sentía como nunca. La lengua trazando los pliegues y dibujando
apretados ochos alrededor del saliente clítoris, la barbilla raspando la
mojada y desnuda carne de su vagina, los dedos abriéndola y acariciándola
e invadiéndola. Todas las sensaciones elevadas a la enésima potencia.
Jadeó cuando le mantuvo los labios abiertos con sus inflexibles dedos
y puso los labios sobre el henchido botón, chupándolo y succionándolo con
fuerza hasta que logró hacerlo palpitar como loco. Entonces, lo liberó con
un lubrico sonido y sopló encima un poquito, antes de volver a la carga.
Soplar, morder. Soplar, un dedo en la vagina, lamer. Soplar, dos dedos
en la vagina, chupar. Soplar, dos dedos en la vagina, uno en el culo y…
OhDiosohDiosohDios…
Cada vez añadía algo más, derritiéndole el cerebro y haciéndole casi
imposible respirar con un mínimo de normalidad. Piedad, iba a
hiperventilar de la excitación y el sexo y el culo le ardían como si aquellos
dedos fueran tizones abrasándola por dentro.
—Por favor, por favoooorrr.
Las sensaciones ascendieron en espiral, saltaron chispas por doquier y
entonces…
—Córrete.
La orden fue directa al núcleo de su placer y la hizo explosionar en
mil pedazos.
Se convulsionó entre ruidosos gemidos. Apenas podía moverse, pero
percibía la fuerza de los temblores que le atravesaban el cuerpo como
relámpagos mientras él continuaba azotando su clítoris con la lengua y
embistiéndola con dedos incansables. Y justo cuando parecía que el
orgasmo iba a llegar a su fin, parpadeó y repuntó en otro más intenso que
la hizo gritar hasta que ya no pudo más.
Las piernas le temblaban incontroladamente y podía escuchar el
tintineo de las cadenas que mantenían sus brazos restringidos a la mesa.
—Eres el show erótico más jodidamente caliente del mundo.
Quiso musitar un «gracias», pero ya no tenía voz. Se la había dejado
retransmitiendo sus dos orgasmos, grito a grito.
—Me parece que jamás volverá a haber vello en ese coño, ¿me
equivoco?
No, no se equivocaba.
Se lo hizo saber con un gesto de cabeza, aunque le costó encontrar
fuerzas para hacerlo ya que se sentía deliciosa y maravillosamente laxa y
ahíta. Tanto que enseguida le resultó casi imposible mantenerse despierta,
por lo que apenas fue consciente de cómo la liberaba y la sentaba sobre la
mesa para luego rodearla con sus brazos insuflándole calor y calmando sus
temblores.
¿Por qué se estremecía de esa manera? Su cuerpo parecía gelatina a la
que un niño daba golpecitos únicamente por el placer de verla bailotear en
un plato.
—Estoy aquí, apóyate en mí. Es normal. —La besó en la punta de la
nariz—. Me has complacido mucho, gatita. Ahora relájate y deja que cuide
de ti.
Suspiró, fundiéndose contra su musculoso torso, mientras pensaba que
tal vez mañana regresaría, después de todo.

Los días pasaban y ella se revelaba como la gloriosa sumisa que siempre
había sabido que moraba en su interior.
Su ____ florecía a cada nueva sesión, más hermosa y ardiente que en
la anterior. Y sí, de vez en cuando la perdía esa boca y tenía arrancadas de
temperamento, pero esas situaciones se espaciaban en el tiempo más y más
hasta ser casi anecdóticas.
Ella confiaba en él, se abría a él. Dejaba que la dominara sexualmente,
que la llevara a las cimas del éxtasis, que probara sus juguetes en ella y le
abriera así nuevos senderos de placer… Le dejaba cuidarla y protegerla
cuando estaban juntos.
Y habían hablado. Bastante, de hecho. Porque no todo era sexo entre
ellos cuando estaban juntos, y él necesitaba que su gatita conociera al
hombre que había más allá del Dom. Le gustaba que compartieran el uno
con el otro sus inquietudes, aficiones, anécdotas, ideas, sueños…
Su nexo en común, las matemáticas, le había servido como trampolín
para poder saltar a otros temas e incluso le ayudó a que ella se relajara al
principio, a la hora de iniciar una charla.
A partir de ahí había resultado mucho más sencillo adentrarse en otro
tipo de conversaciones, aunque ____ era muy celosa de ciertos aspectos de
su intimidad y tendía a desviar ciertos temas que consideraba incómodos
hacia otros derroteros. Y él se lo permitía, al menos por el momento.
Dejaba que se saliera con la suya en eso, porque era consciente de que ya la
había presionado a muchos niveles y que a veces era mejor ser paciente
que llevar a cabo una mala maniobra que llevara todo al traste. Porque ella
era de las que se cerraba en banda fácilmente.
¿No decían que la paciencia era una virtud? Pues él estaba de camino
a convertirse en un Amo muy virtuoso. A pasos agigantados, de hecho.
Había descubierto que le gustaba bromear con ella y tomarle el pelo,
hacerla reír hasta las lágrimas. Pero sobre todo le gustaba decirle que algún
día cambiaría esa insípida sudadera roja con capucha por una capa de
Caperucita de seda, a juego con un vestuario sexy, y le haría llevar a cabo
el famoso cuento. Sólo que con un final mucho más… interesante. Y a
pesar de que ella siempre bufaba y le decía que era un lobo retorcido, sabía
que la idea le gustaba. Por eso se había encargado de comprarle todo el
vestuario para cuando llegara el momento, además de un corsé azul
eléctrico y unos zapatos de aguja a juego que decían «fóllame» y que le
haría usar ese mismo día.
Cerró los ojos y fantaseó con ella mientras pensaba en lo preciosa que
estaría vestida únicamente con eso y su dulce y sexy sonrisa de sumisa, tal
y como había soñado.
Su polla saltó dentro de los vaqueros de una manera dolorosa.
Ah, joder… No podía esperar a que llegara la tarde.

Llevaba dos días como reemplazo de la profesora que se encargaba de las
clases de verano y que había tenido que ausentarse por motivos familiares.
Y, al igual que aquella primera vez años atrás, aquello también había sido
cosa de Nana.
Resultaba extraño el volver a pisar aquel instituto tantos años después.
A veces parecía como si hubieran sido cien en vez de doce.
Cada una de esas dos mañanas, nada más poner un pie en el edificio,
sentía como si hubiera viajado atrás en el tiempo y volviera a ser aquella
chica de veinticinco años. Y cada vez que entraba en el aula de
matemáticas del último piso, esperaba verlo de nuevo, sentado en la cuarta
fila con su sonrisa de cachorro arrogante y aquel brillo en sus ojos dorados.
Desde que Nana le había contado que Tom estaba de vuelta en
Woodtoken, se había acercado al centro de la localidad en varias ocasiones
para realizar compras, concretar el asunto de la sustitución con el jefe de
estudios e ir a la peluquería a arreglarse las puntas. Y ni una vez se había
cruzado con él.
Se llevó las manos a las sienes y las masajeó con movimientos
circulares. Tanto pensar le estaba causando dolor de cabeza y montañas de
confusión. Porque no quería verlo, pero al mismo tiempo sí quería. ¿Tenía
sentido? Puede que no. Ni ella misma lograba entenderse. En parte, todo
nacía de la necesidad de comprobar si su corazón daría un vuelco cuando lo
tuviera delante, como antes, o si finalmente todo se había apagado,
quedando relegado al pasado.
Pero lo peor eran las noches, cuando se veía asaltada por sueños en los
que se convertía en el queso fundido de un lascivo sándwich formado por
su anónimo Señor y Tom. Sueños en los que era besada y acariciada por
partida doble, en los que cada movimiento de un todavía joven Tom era
un reflejo del que ejecutaba ese lobo desconocido que se había convertido
en su mentor, Dom, amante, amigo y… Algo más. Algo que se negaba a
admitir, pero que estaba ahí. Tan claro como los Apalaches.
Aunque el sueño no era tan agradable como parecía en un principio,
ya que a medida que los roces se volvían más demandantes y exigentes,
también lo hacían las palabras que vertían en su oído. Palabras con las que
ambos la exhortaban a que admitiera la verdad, a que dijera en voz alta a
cuál de los dos quería. Y mientras lo hacían, ambos aseguraban ser el único
objeto de sus afectos; y cuando ella se negaba a responder, la presionaban y
presionaban hasta el punto de que sus voces parecían fundirse en una.
En ese punto solía despertarse empapada en sudor y con la respiración
atascada en la garganta, sintiéndose incapaz de volver a pegar ojo en toda
la noche.
Hacía un rato que había regresado del instituto, y en ese momento
llevaba la comida al dormitorio de Nana para sentarse a comer con ella y
hacerle compañía.
No es que tuviera mucho apetito, pero debía de meter algo de
combustible sólido dentro del cuerpo si pretendía poder continuar en pie.
Apenas había ingerido la mitad de su ración cuando sintió un sofoco
debido a las altas temperaturas que habían convertido a Woodtoken en una
especie de infierno a lo largo de aquellos últimos tres días.
Sin pensar en lo que hacía, se abanicó con el cuello de la blusa de lino
sin mangas que se había puesto por la mañana.
—¡Santo Dios, nenita!
La exclamación de su abuela le hizo recordar el por qué se había
puesto aquella prenda en cuestión. Con un carraspeo, recolocó bien el
cuello de la blusa y se introdujo el tenedor en la boca, masticando el
bocado con calma para ganar tiempo.
—No es nada —aseguró tras tragar la comida y beber un buen trago
de agua fresca.
—¿Cómo que no es nada?
Nana adelantó la mano para apartar la tela y volver a echar un vistazo,
pero ella se movió hacia atrás, impidiéndoselo.
—Tengo bastante experiencia con lobos como para saber distinguir
«nada» de un mordisco.
—Y yo que pensaba que el único lobo de tu vida había sido Jeremiah.
—Y así es, pero ese no es el punto aquí. —Le lanzó una mirada de
advertencia con la que le dejó claro que no le permitiría escurrir el bulto—.
¿Quién fue?
Se levantó de golpe y se alejó de la cama mientras protestaba
alegando que ya era bastante mayorcita para dar explicaciones acerca de su
vida privada.
—¿Quién, ____ J. Travis?
—Nana, con todo el respeto, tengo treinta y siete años y me parece
que no es asunto de nadie quién me muerde. Además —masculló
exasperada—, ¡no es un mordisco!
Bueno, sí lo era. Más concretamente, un mordisco erótico de cuya
existencia no se había percatado hasta que se miró en el espejo después de
ducharse. Y el condenado era tan patente y notorio que no había manera
humana de disimularlo con maquillaje. O al menos no sin echarse decenas
de capas, para lo cual no había tenido tiempo esa mañana.
—¿Qué haces por las tardes, nenita?
—Salir a correr.
—Lo preguntaré de otro modo, ¿con quién te ves por las tardes?
—Con nadie.
—Eres una pésima mentirosa.
«El culpable de todo esto te diría lo mismo, desde que me tiene tan
calada».
—Y tú una abuela cotilla. Adorable, pero cotilla.
—Me preocupo por ti.
—Lo sé —bufó—, pero no es necesario.
El intercambio de palabras fue rápido, como el entrecruzar de las
espadas durante un duelo.
Nana suspiró, resignada, y le dijo algo que logró que se tambaleara y
que no le quedara más remedio que apoyar la mano en la pared para no
caerse. Porque acababa de sentir como aquella revelación había hecho
temblar la tierra bajo sus pies.
—Está bien, pero mi deber es advertirte de lo que ese mordisco
significa. Porque ese «correr» tuyo te ha marcado.
—¡¿Qué?!
No podía ser cierto.
—Yo misma he lucido esa marca en infinidad de ocasiones.
—Por el amor de Dios, abuela, suéltalo de una vez.
—Has sido reclamada, nenita.

Oh, Dios m… Iba a hiperventilar.



HOLA!!! YA MARCARON A LA RAYA O LO QUE ES ... YA LA RECLAMARON ... UIII!!! AHORA QUE PASARA?? YA SABEN 4 O MAS Y AGREGO SINO NO ... HASTA LUEGO :))

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